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Por siempre, muchas gracias, Don Raimundo


Resulta muy fácil escribir acerca de uno de los directivos más fascinantes que ha dado la historia del deporte. Su biografía está repleta de éxitos, anécdotas y decisiones singulares y, en muchas ocasiones, innovadoras. Lo difícil, casi imposible diría yo, resulta esbozar en unas líneas un retrato capaz de captar la grandeza del personaje. Conocedor profundo de la naturaleza humana, utilizó sus habilidades diplomáticas y negociadoras para extender su influencia desde el ámbito deportivo hasta el organizativo y administrativo con la precisión de un cirujano y la imaginación de un visionario. El Madrid no hubiera escrito su historia sin Bernabéu, pero tampoco el relato hubiera sido el mismo sin Saporta, la otra cara de una moneda genial.

Conocí al “jefe”, como le llamábamos en nuestra más tierna juventud, muy pronto. Por sus manos pasaban las grandes decisiones del club, pero seguía siendo una persona que también quería conocer los mínimos detalles. Apenas con quince o dieciséis años y recién llegados al Madrid, nos concedía breves audiencias a las que acudíamos con el respeto y el temor que infundía una figura inabarcable. Aquel día, con curiosidad y los nervios asomándose al intestino, me acerqué a su despacho a la hora que había sido citado. Cuando llegué a la antesala, Amancio Amaro esperaba sentado, por lo que me encogí un poco más. Solté un tímido “buenas tardes” y me armé de paciencia para esperar. Al cabo de un par de minutos salió el propio don Raimundo y me dijo, “pasa chaval”. Sobresaltado, miré de reojo al capitán del equipo de fútbol, mientras que de fondo pude oír la voz del “jefe” diciéndole al futbolista que “su cita era posterior”. Esta fue la primera lección que aprendí en el Madrid: todos somos igual de importantes, todos merecemos el mismo respeto. Nuestra charla fue corta. Me preguntó por mi tío y por qué me había dado por el baloncesto; qué tal iba en el colegio y qué planes tenía para el futuro. Le dije que iba a estudiar Derecho y Empresariales, a lo que me contestó con satisfacción, “muy bien, el deporte pasa muy rápido y la vida continúa”. Mientras escribo estas líneas acude a mi memoria la famosa foto de Vicente Ramos (estirado y paralelo a un palmo del parqué en busca del balón) que el base le regalara un día con una dedicatoria de mucha enjundia, “Con mi agradecimiento a don Raimundo Saporta, de quien recibí orientación deportiva y humana”. Muchos años después, hace apenas unos pocos, le pregunté al gran Vicente si, después de tanto tiempo y con la cabeza aún más asentada por su larga y feraz experiencia en el mundo de la empresa, respetaba su propia opinión; si no había escrito el elogio en un momento concreto de euforia y educación y si todavía estaba de acuerdo con sus propias palabras. Tras una pausa breve, me contestó, “por supuesto que sigo opinando lo mismo”.

Así era don Raimundo, preocupado por los problemas de Amancio y demás figuras del fútbol, pero atendiendo con mimo a los recién llegado al club. Tengo para mí que esta impregnación de madridismo, este bautismo en la fe blanca, era un calculado movimiento de estrategia societaria, el establecimiento de un vínculo con una entidad protectora cuya relación mutua se extendía más allá del deporte. A don Raimundo acudíamos para pedir consejos de cualquier tipo y, al tiempo, nos exigía que volviéramos a contarle nuestros avatares. Siempre acompañaba las visitas con un detalle en el momento (tenía su despacho de la FIBA lleno de camisetas estadounidenses que entonces eran un tesoro para los jóvenes), o con una sorpresa insospechada, un reloj grabado, un viaje, incluso el coste del carné de conducir. Lo más sorprendente de todo era que recordaba los detalles de la conversación con cada cual. No importaba el momento ni el lugar en el que te encontrases con él, era capaz de retomar la conversación en el punto en el que se había quedado. Pero, además de este proceso de adhesión inquebrantable, en el proceder del directivo latía un ejercicio de responsabilidad con los jóvenes captados por el club procedentes de fuera de Madrid. El propio Saporta llamaba a los padres para asegurarles que el chico estaría en buenas manos y con las atenciones pertinentes. Su intervención solía ser providencial para la consecución del fichaje, pues implicaba el compromiso directo de la cúpula del club con la familia.

Su manto protector podía convertirse en juez implacable con quienes no correspondían, ya que la exigencia de respeto era mutua. Primero, por encima de cualquier aspiración o reivindicación personal, estaba el club. Podía haber problemas-hasta cierto punto-, si bien no debían trascender. Una postura exigente pero lógica, en tanto que el prestigio de la entidad era fundamental para su rumbo en cualquier esfera y todos dependíamos de una reputación intacta. Los jugadores sólo éramos una parte mínima de un entramado al que teníamos que contribuir a sostener con orgullo y con dedicación, porque con franqueza, es la forma más rentable de que un proyecto llegue con presteza al puerto deseado.

En este proceso educativo tenían mucho que ver los sabios del lugar, los veteranos que conocían la lección de memoria por haberla mamado en sus inicios y vivido con intensidad. Mis referentes fueron Vicente Ramos, Cristóbal, Corbalán, Rullán, Paniagua, Cabrera y Walter, del mismo modo que Emiliano, Sevillano, Luyk y Brabender ejercieron de maestros de mis maestros. La persistencia en la búsqueda de la victoria, la humildad y, por supuesto, un compromiso inquebrantable con los madridistas fueron trasmitidos de generación en generación con deferencia, casi de forma ceremoniosa, hasta establecer unos lazos perennes entre nosotros.

Raimundo Saporta fue el artífice de esta visión, que incluía un trato profundo a los jugadores y una exigencia máxima en su comportamiento. Bien conocido es el caso del abuelo de Marcos Llorente, Ramón Grosso, que, de bien jovencito, se dirigió a la oficina del Banco Popular de Concha Espina con la intención de sacar de su cuenta el dinero necesario para comprarse un coche molón. El atribulado director le comentó que no podía disponer de esa cantidad sin contar con la autorización de Saporta. Ramón se dirigió al club y el directivo le dio un par de palmaditas en la espalda y le mandó a la Ciudad Deportiva a entrenar, que era lo más importante en lo que tenía que pensar en esos momentos. Al año siguiente, Grosso pudo dar la entrada para comprarse su primer piso, inversión mucho más rentable y por la que siempre le estuvo agradecido a don Raimundo.

El mundo ha cambiado mucho desde entonces. Sin embargo, muchos de los principios que inspiraron al Madrid de Bernabéu y Saporta mantienen su vigencia. En ellos encajó Di Stéfano como anillo al dedo, convirtiéndose en el transmisor de unas virtudes que le sobrevivieron. Hoy día no tiene sentido mantener un control tan férreo de la vida de los jugadores, (en aquellos años justificado porque los jóvenes venían a una capital a muchas horas de viaje de unas familias que ni siquiera tenían teléfono para hablar con ellos), pero sí cabe exigirles la misma responsabilidad, el respeto, esfuerzo y ejemplaridad que nos exigían.

No puedo despedir este humilde punto de vista sin contar una de las maniobras más prodigiosas de Saporta. Con el Madrid campeón de Europa también en baloncesto, el directivo pactó con la marca holandesa Philips para que se convirtiera en el patrocinador del club a cambio de exclusividad y de partidos televisados. Por su parte, Televisión Española consideraba insuficiente el número de partidos internacionales de la Copa de Europa de baloncesto para incluirlos en un paquete junto a los del equipo de fútbol. Saporta echó un vistazo al calendario y tuvo la gran ocurrencia de celebrar un Torneo Internacional para completar el número de encuentros que le exigía televisión española. Sin embargo, la junta directiva madridista declinó esta opción, así que Saporta continuó buscando una solución en su interminable magín. Ya que el club no respaldaba su iniciativa, acudió a la Federación Internacional de Baloncesto con un proyecto que aunaba la creación de un torneo internacional con el punto de arranque de la Copa Intercontinental FIBA. La Comisión de Organizaciones Internacionales aprobó la propuesta que contó con el apoyo del Secretario General de la FIBA, William Jones, y, naturalmente, el impulso del influyente Saporta. Así, durante muchos años el Torneo de Navidad contó con la oficialidad que le otorgaba ser un torneo organizado por la FIBA. De una tacada, Saporta concretó el contrato de patrocinio con Philips; convenció a Televisión, a la junta madridista y a la FIBA; introdujo al baloncesto en los hogares españoles; y, sobre todo, dio vida a una competición que resultó ser la primera Copa Intercontinental y con la que se inauguró el Pabellón de la Ciudad Deportiva. Más allá de todo ello, con los años, el Torneo fue un regalo inigualable, un hito que marcaba el inicio de las navidades españolas y una fábrica de recuerdos imborrables que permanecen en las neuronas y hasta en la retina de muchos aficionados. Merced al mismo, este torpe articulista ha podido formar parte de esta serie de relatos en La Galerna. Muchos años después tengo que seguir agradeciéndole su ingenio inagotable. Por siempre, muchas gracias don Raimundo.