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Walter Szczerbiak, un hombre que cambió nuestra Historia (4ª parte)


El aterrizaje de Walter Szczerbiak en el verano de 1973 devolvió al equipo la grandeza de su primera época dorada. La dimensión de su figura, de la cual muy pocos pueden presumir, es la de los elegidos que cambian el curso de los acontecimientos. Para los que afirman que el Madrid de Laso es el mejor de todos los tiempos, me complace recordar que el de Emiliano, Sevillano, Luyk y compañía fue el gran dominador de la Copa de Europa en los sesenta, el estandarte del deporte español en aquel tiempo. Una vez que aprendió a competir con los grandes equipos del Este y acto seguido a ganar las finales, conquistó cuatro títulos en cinco años, entre el 64 y el 68, con la excepción del 66 en el que no alcanzó el partido cumbre. Sin embargo, volvió a perder la del 69, en Barcelona frente al TSK -que así lo escribíamos entonces-, hito que truncó una trayectoria extraordinaria: en ocho temporadas, siete finales con cuatro victorias. Tras el desencanto, la renovación del equipo le mantuvo en la élite, pero le sumió en una sequía de cuatro años que, por contraste, parecía interminable. Faltaba algo más, que tardó en llegar, pero que fue una bendición. La aparición en escena de nuestro protagonista abrió una nueva época de éxito con cinco finales y tres títulos europeos en siete años, una cosecha extraordinaria para otro equipo de leyenda.

De su primer viaje a España, Walter Szczerbiak vuelve a su casa con certezas e intuiciones. El Madrid es un gran club, sus compañeros hablan un mismo idioma deportivo y su juego y humanidad consiguen una gran oferta que no esperaba. Las intuiciones le inclinan a pensar que logrará grandes triunfos con aquellos jugadores y que será feliz entre nosotros. Sin embargo, la decisión no se revela tan clara en su mente. Por un lado, el cambio de estilo de vida va a ser enorme. Por otro, anhela cumplir su sueño con los Braves de Búfalo, que le han ofrecido un año de contrato. Poco a poco vislumbra que su destino inmediato es madridista. Marilyn, su esposa, ya ha vivido fuera de Estados Unidos -en Japón- y no tiene ningún reparo en hacerlo de nuevo. Además, sus agentes no logran que los Braves se acerquen a la cantidad y duración del ofrecimiento. Por ende, para ayudarle a tomar la decisión, Ferrándiz le ha ofrecido la opción de intentar cumplir su sueño al final de cada temporada. La suerte está echada. Walter unirá su destino al del Real Madrid al menos por un año y el caprichoso Destino los unirá para siempre con triunfos memorables.

El ojo de Pedro Ferrándiz no falla. Muchos señalan, entre ellos él mismo, que no fue un conocedor minucioso del baloncesto. Pocos se atreven afirmar que no es un personaje con duende, capaz de lograr lo que muy pocos. Su anticipación a los acontecimientos y su capacidad de negociación es providencial. Sabe discernir que con Walter el equipo volverá a ser lo que fue y hacerle una oferta que no puede rechazar. Sus propios agentes “abrieron los ojos cuando les enseñé la oferta. Finalmente, después de unos años me di cuenta de que los directivos no cumplen lo que prometen y firmé un acuerdo con una agencia, Pensé que la oferta del Madrid me serviría para que los Braves de Búfalo se acercasen a la de Ferrándiz, pero lo cierto es que, en mi caso, era inmejorable. Así que acepté de buen grado volver a España a juntarme con unos compañeros con los que desde el primer momento había conectado”.

Es otra jugada feliz de Ferrándiz. Walter refuerza el espíritu del equipo y forma dos parejas extraordinarias. Una con Brabender, una implacable máquina anotadora como no se ha visto en el continente. Y otra con Cabrera, una compañía que fragua una amistad que hoy mantienen viva cada semana. En la cancha no tienen ni que mirarse para saber lo que piensa el otro, y el base madridista, experto en dividir las líneas defensivas y buscar un hombre libre, encuentra otro aliado estratégico de primer orden. De forma automática el resto del equipo se libera, pues la defensa contraria tiene tantos flancos que cubrir que no puede permitirse el mínimo desliz. En resumen, un chollo para todos.

Sin embargo, las primeras semanas no son fáciles. “¡Pasamos tanto calor entrenando en el Pabellón!”, cuenta con tanto pesar como si hubiera ocurrido hace unos días. “También comí algo que me sentó mal”, lamenta. De hecho, tarda en acostumbrarse a un tipo de comida tan diferente. Su cuerpo no termina de asimilar alguno de los ingredientes comunes en nuestra dieta y el día de su presentación ante la afición madridista se encuentra muy débil. “Me sentía muy mal, porque los periódicos hablaban del gran fichaje y no tenía fuerza en las piernas”. Siempre respetuoso y responsable, no quería defraudar a los hinchas blancos.

El partido es extraño y el rival exótico, la selección china, una desconocida que pugna por asomar la cabeza en la élite internacional. Los orientales más parecen un conjunto de arte marciales que de baloncesto, casi desde cualquier punto de vista. No son gran cosa, pero no cesan de repartir leña, aunque eso sí, luego se disculpan con una efusiva reverencia. El asunto no dejaba de tener su gracia para el espectador; no tanto para los jugadores que acabaron hartos de tanto baloncesto-kung-fu, y hasta Clifford Luyk quiso tomarse la venganza por su mano ante la pasividad arbitral, también desconcertada por la dualidad estacazo-inclinación. “¡Pero el público del Pabellón protestó contra Clifford!”, comenta Walter entre divertido y sorprendido por el éxito de la diplomacia china. El hecho es que no puede desplegar su mejor imagen, y salva la honra “gracias a Carmelo, que no dejó de darme pases debajo del aro para ayudarme”.

Este humilde escribidor también se sintió algo decepcionado con su debut oficial, aunque por causas bien diferentes. Aposté unos refrescos -contra otras promesas adolescentes del baloncesto español, frente al televisor de un pueblo andaluz en el que estábamos concentrados-, a que anotaría más de veinticinco puntos. Le había visto endilgar treinta y siete puntos a la Universidad de Indiana casi sin querer, así que un encuentro con los chicos de Mao me pareció una jugada segura. Fallé. La amabilidad de los chinos y la cocina española castigaron mi osadía. Por cierto, que un par de años antes de nuestra estancia, en aquella población había acaecido un suceso que alcanzó notoriedad nacional e inspiró a Camilo José Cela una novela erótica muy celebrada por los amantes de las entrevistas de televisión en la época del destape, La insólita y gloriosa hazaña del cipote de Archidona. Los concentrados, en aquella época pudorosa y sin Internet, rondamos el lugar de los hechos sin tener noticia de la peripecia final. Cómo cambian los tiempos y qué ocasión perdida de sacar punta a un episodio tan afín a nuestro folclore que hasta dio pie a una película. En la misma escena, nosotros hubiéramos interpretado una gran obra de teatro.