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Vicente Ramos: el base patrón (III)


Como en las grandes novelas rusas o en los seriales radiofónicos de Guillermo Sautier Casaseca que inundaban la sobremesa de los hogares españoles, el tiempo transcurre con lentitud en mi particular serie sobre el gran Vicente Ramos. Le habíamos dejado en toda su plenitud, señalado como el mejor jugador de un Madrid repleto de estrellas por Dean Smith, el legendario entrenador de la Universidad de Carolina del Norte en la Navidad de 1971. Fue la segunda ocasión en que llamó la atención de grandes entrenadores norteamericanos. Ya había sido elegido el mejor base europeo en 1970 y lo continuaría siendo durante unos años en los que desplegó su enorme ciencia baloncestística. Como en la final del Torneo de Navidad de 1974.

Nada más apropiado para estas fechas volver al Torneo que nos acompañó tantos años. A pesar del enorme partido que realizaron los blancos en la recordada final contra los norcarolinos, la insatisfacción rondaba en su cabeza: el resquemor de la derrota nunca se apaga en las entrañas de los guerreros. Nadie lo esperaba, pero la oportunidad del desquite se presentó. De nuevo la celebrada Universidad se presentaba por estos lares para celebrar la Navidad con nosotros. Y de nuevo con un equipo estratosférico. Un poco joven, bien es cierto, pero con un repertorio táctico asombroso, todavía más rico del que exhibieron años atrás. El baloncesto bullía en los 70, alumbrando conceptos de juego que todavía hoy siguen en vigor. Por si fuera poco, la potente selección de Cuba venía a luchar en igualdad de condiciones con madridistas y estadounidenses, por algo eran vigentes medallistas olímpicos. El Estudiantes, el cuarto en la liza, con el inolvidables José Luis Sagi.Vela a la cabeza, aseguraba brega en el parqué y jolgorio en las gradas: además de divertirnos, nos íbamos a reír.

El primer partido para el recuerdo de la edición navideña del 74 fue el que disputaron los dos equipos americanos. En aquellos años de guerra fría, los choques entre estadounidenses y cubanos eran eléctricos. Los caribeños se presentaban resueltos a vengar todas las afrentas del capitalismo en una cancha de baloncesto. Saltaban chispas en los bloqueos, en los rebotes, mientras las refriegas se sucedían a lo largo del partido. A veces las tensiones derivaban en tanganas, como la que tuvo lugar en la Universiada de Sofía de 1977 con el ilustre Larry Bird y sillas voladoras de por medio. Los cubanos nunca daban un paso atrás y provocaban de continuo a cualquier rival, todavía más si era el enemigo. Y no eran moco de pavo. Al tiempo que en la cuna del baloncesto el juego sufría una revolución, los preparadores de la isla aplicaron los métodos de sus campeones de atletismo a los jugadores: pesas y más pesas. El resultado fue un equipo rápido, batallador, incansable. Doce jugadores esculpidos por las barras y los discos que en cada sesión movían toneladas, las que movían Alberto Juantorena y, más tarde, Javier Sotomayor. Como ellos, saltando y corriendo más que nadie, ganaron la medalla de bronce a Italia, a las 3.45 de la tarde cubana del 8 de septiembre de 1972, cuando cuatro de cada cinco isleños estaban pegados “al” radio escuchando la narración de los Juegos Olímpicos de Múnich.

Eran los mismos hombres que habían derrotado al equipo estadounidense en los Panamericanos de 1971, que se cruzarían en muchas ocasiones en la década de los 70. Los cubanos, casi siempre los mismos. Los gringos, casi nunca repitieron. Ahora teníamos la suerte de que se batirían en duelo en Madrid en el Torneo de Navidad. Por parte de Cuba, los sempiternos, personajes a los que por la fuerza de sus caracteres es obligado dedicarles unas líneas. Tomás Herrera, Jabao, como le llamaban sus compañeros por su mestizaje-piel clara y rasgos de raza negra-, era el director de orquesta, vibrante, rápido y poderoso. Su principal característica es que radiaba el partido mientras jugaba. Con acento cubano acelerado, por supuesto, con lo que a veces te daban ganas de reír y otras de matarle. Alejandro Urgellés, un portento físico, un atlas de anatomía de ébano, una potencia descomunal, era el símbolo del equipo. Le llamaban Lumumba, el apellido del líder anticolonialista y héroe nacional del Congo Belga que fue asesinado un años después de ser el primer Primer Ministro del Congo independiente. Por último, para no extendernos más, Pedro Chappé, la piedra angular, un pívot de dos metros de los que es más fácil saltarlo que rodearlo, entre cuyos méritos sobresalía haber “secado” a Clifford Luyk en aquellos Juegos que los encumbraron. Un jugador que un día anotaba, otro reboteaba y siempre defendía con un único objetivo: ganar. Años más tarde, en 1994, su hija, Taymi, fue campeona del mundo en espada por equipos con la selección española de esgrima.

Vicente Ramos coincidió con este grupo tan atlético como divertido en numerosas ocasiones. En aquellos Juegos de Múnich-72, Vicente y Lumumba compartieron la desesperante espera del control antidoping, cuando después de un partido en el que uno se queda más seco que un desierto en verano, no hay forma humana de echar una gota por más agua que bebas. Pasan los minutos y hasta las horas, y aumenta la impaciencia, pero la sequía continúa. Separados por una cortinilla, Vicente se desternillaba cuando el cubano, con su acento cantarín y dicharachero, asentía: “¡Chico, chico, a mí tampoco me viene el chorrillo!”.

Las visitas recíprocas se sucedieron a tal punto de que la noche de bodas de nuestro protagonista recibió una llamada de los cubanos que se encontraban de gira por España. Siempre preguntaban los unos por los otros, según me contaban y según pude comprobar. Mis comienzos con la selección fueron dos partidos contra ellos. El día del debut, perdimos y estuve a punto de rogarle a Tomás Herrera que apagase su radio. En el segundo partido, en un traslado en el que compartimos autobús, el base suplente del equipo y luego seleccionador cubano, Miguel Calderón, me inquirió acerca de la vieja generación a la que recién acabábamos de relevar.  Por Carmelo Cabrera y por Vicente Ramos, camaradas de puesto, en especial. De repente, me di cuenta de que me había convertido en el eslabón que continuaba una gran cadena de bases españoles y sentí tanto orgullo como responsabilidad: no podía fallar a mis ídolos.

 

(Continuará)