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Stielike y Brabender, almas gemelas


Un día cualquiera, imposible de encontrar entre la maraña de recuerdos que se anudan con el paso del tiempo, descubrí que Uli Stielike y Wayne Brabender eran buenos amigos. El norteamericano hablaba el alemán con cierta soltura, de forma que en los primeros tiempos del futbolista en Madrid tuvo un anfitrión que ya era una leyenda del club y del baloncesto europeo. Seguro que congeniaron por algo más que las palabras, pues no he conocido un jugador que calcara mejor que Brabender el perfeccionista y metódico cerebro atribuido a los germanos y cuyo juego se ajustase más al rendimiento proverbial y ancestral de las máquinas teutonas. Tan eficiente y cumplidor se mostraba el estadounidense con lo que la circunstancia exigía que en lugar de nacer en Minnesota podría haber nacido en el estado de Baden-Württemberg, donde se encuentra Ketsch, la localidad natal del futbolista. Por si fuera poco, no sólo compartían un carácter centroeuropeo sino la mala leche latina, una agresividad en la cancha que también caracterizó la carrera de ambos: la que detectó el presidente Bernabéu para dictar el fichaje del internacional con Alemania sin opción a la réplica.

 Por todo ello y de tanto en tanto, el corajudo Uli se dejaba ver por los partidos y hasta por los entrenamientos del equipo de baloncesto. Hubo un tiempo en el que los jugadores de fútbol no vivían en una burbuja de policarbonato (aún más resistente que el metacrilato, pero menos transparente), puesto que se entrenaban como el resto de los deportistas del Real Madrid en la Ciudad Deportiva, en la que el roce era continuo tanto en los campos de fútbol y en la pista de atletismo como en el gimnasio y en el centro médico. Por supuesto, el primer equipo de fútbol era el faro del club, lo que no era óbice para que los más modestos futbolistas y baloncestistas tuviéramos la ocasión de saludarnos y conversar con frecuencia con nuestros mayores. Al fin y al cabo, todos éramos parte de una misma esencia. Y así, de tanto coincidir en el trabajo acabamos por coincidir en el ámbito privado, en el que Uli se mostraba dicharachero, bromista y amante del buen vino español.

La relación duró más allá de la coincidencia en el mismo club, pues el verano en el que Brabender y este humilde cronista fichamos por el Cajamadrid (1983), Stielike invitó a toda la plantilla a una extensa, celebrada y recordada parrillada regada con Riojas y Riberas de calidad. Le recuerdo preocupado por su bíceps femoral, que le daría problemas hasta sus últimos días vestido de blanco. De hecho, más de un año después continuaba con la misma inquietud cuando aparecimos por su casa casi de improviso, Wayne, mi hermano Toñín y uno mismo para rematar una tarde inolvidable de charla sobre lo humano, lo futbolístico y lo dionisiaco. Estaba al caer la recordada eliminatoria con el Anderlecht del que nuestro anfitrión aquella tarde comentó que, en ese momento, por el juego deslumbrante y los resultados obtenidos, era uno de los mejores equipos de Europa.

Para siempre en mi memoria quedan las palabras que pronunció en una entrevista que tuvo lugar tras la final de la Copa del Mundo del 82 en la que Alemania perdió con Italia. José María García le espetó la excesiva dureza que había empleado cuando el partido parecía estar en la mano de los transalpinos. La respuesta de Uli fue tan contundente como explícita de su carácter: “¡era la final del Mundial!”. Unidos por la amistad, el amor al Madrid y a su deporte, y por su determinación implacable, concluyente y poderosa, Stielike y Brabender encarnaron las mejores virtudes del club durante muchas temporadas, mostraron su clase fuera de lo común y un ansia irrefrenable por la victoria, así como la voluntad de ser cada vez mejores de forma individual y colectiva. Grandes estrellas que dieron lo mejor de sí mismas para honrar de forma ejemplar al Real Madrid y a sus seguidores.