Una emocionante demostración de fe madridista sumió al Palacio en el éxtasis de lo imposible. El Madrid volvió al partido una y mil veces, las que hicieron falta, resistiendo los embates barcelonistas y sus propias carencias con una determinación ejemplar. Esta vez el equipo sí que fue Nadal, combatiendo contra un rival aguerrido que trató de acercar el baloncesto al rugby y contra su propia incompetencia, porque hay días que la niebla se espesa y se contagia de forma inevitable entre los cerebros de un equipo. Entonces, cuando los acontecimientos destrozan los planes, cuando la impotencia se apodera de la voluntad, sólo la fe incorruptible impulsa a los elegidos. La fe que ha convertido a este club en el paradigma del tesón, de la resistencia hasta el límite y de la victoria tan desesperada como esperada. Además, este Madrid de Laso tiene unos fieles que asisten a la ceremonia de cada partido con la misma inquebrantable creencia de que, aun en el último suspiro, el marcador será blanco. Ayer, de forma indesmayable, mostraron su comunión, los jugadores haciendo un alarde de irreductibilidad y los fieles jaleándolos con su ánimo hasta en los momentos más aciagos, cuando peor jugaban y más lejos estaban de su rival.
La emoción fue tan desbordante que ni siquiera Laso pudo contener su entusiasmo. Serio y recatado en sus apariciones públicas, apenas pudo reprimir un ataque de risa para explicar que “hemos jugado tan mal que me parece imposible que hayamos ganado. La fe nos ha dado la victoria”. Nunca habló con más acierto nuestro -¿maestro, obispo, pope, gurú?- Laso, que nunca perdió la calma en busca de la solución que los ayudara a salir del laberinto. El Madrid sólo encontró su ritmo en contadas ocasiones, enredado en una escena enmarañada de choques, golpes y manotazos en la que el encuentro se convirtió desde el salto inicial. Sin embargo, a empellones de voluntad y con la energía de un deseo inagotable, los madridistas volvieron a su esencia en el último instante del partido. Poco más de siete segundos en los que hicieron un encaje de bolillos para una liga.
Un suspiro en el que los cinco jugadores en juego tienen una importancia determinante. Primero, Thompkins -enredado en una instantánea de lucha grecorramana con Singleton- y Deck se imponen por milímetros a sus defensores para que el rebote del tiro libre de Llull caiga muerto bajo el aro y sin dueño. Entonces, aparece como un rayo el hombre que lee el baloncesto más rápido que nadie, que intuye antes que ninguno lo que va a ocurrir: Rudy, viniendo desde muy lejos, caza el balón sin dueño y en menos que abre el pico un gallo se abre buscando el triple. En esas centésimas de segundo, mientras detectan que el mallorquín se va a adueñar del rechace, el resto de los jugadores comienza a maniobrar para abrir el campo y las líneas de pase. De forma instintiva, como si fueran un solo ser, los tentáculos de una hidra que siempre levanta su cabeza, Llull busca la esquina izquierda y Carroll su diagonal. Ni Aníbal hubiera soñado con tanta reacción milimétrica y maquinal en su ejército. El impulso de Rudy en la captura le dirige hacia el Increíble, a quien cede el balón con presteza. Cuando todos pensamos en otra de sus hazañas, Sergio ve lo que no vemos nadie, hace una pausa en el vértigo, finta y mira hacia el otro segmento de la cancha, donde Carroll se desgañita en silencio -para no llamar la atención de la defensa- saltando y moviendo los brazos. Apremiados por el reloj, los espectadores contenemos el aliento cuando el balón vuela hacia donde ninguno esperamos. Jaycee apunta, pero Claver, rápido y enorme, se aproxima. El francotirador del Madrid que pone el balón donde pone el ojo, termina la faena con la frialdad de un ejecutor. Finta, da un bote a su izquierda, el balón describe la parábola perfecta y el público salta. Una pequeña obra de arte baloncestística por su sincronía, su aplomo y el impulso de la fe en una victoria que nunca estuvo más lejos y nunca disfrutamos tanto. El Barcelona quiso y pudo con el partido, aunque no pudo con las creencias de una tradición, con el poder de un escudo, con el anhelo de unos jugadores y el empuje de unos fieles que, al término de la ceremonia, cantaban y se abrazaban durante minutos ante la última revelación de la fe madridista.