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Iker Casillas, magia blanca, magia negra


Llegó el momento porque los héroes son humanos. A expensas de los avances de la ciencia, los nuestros siguen siendo como los griegos, tan mortales que ya casi ninguno queda en activo de aquel equipo que encandiló al mundo. Se nos va el can cerbero que aseguraba que ningún balón rival accediese a nuestra portería, que aquel Mundial fue el del 1-0.  Por lo humano o por lo mágico, Iker Casillas fue el mejor portero del siglo XXI.

Su ascensión al primer equipo del Real Madrid tuvo también los rasgos de lo imposible. Como en el mundo de Harry Potter, en lugar de ir al colegio descubrió un atajo para entrar en el equipo de los sueños, en un momento en el que la parroquia buscaba sus mitos en la cantera. Por razones evolutivas, los cachorros siempre despiertan sentimientos afectuosos y de protección, que se prolongan con los rasgos infantiles.

Así que, después de Butragueño, los fieles ya tenían a quien querer, otro jugador tan tranquilo y simpático como fuera de los cánones. Lo nunca visto volvía a verse en el césped del Bernabéu, un niño que en se convirtió en un santo con paradas imposibles con las que el equipo blanco consiguió un botín extraordinario.

Aunque quizás lo más sorprendente estaba por llegar. A despecho de cierta irregularidad, nunca ha habido un jugador tan milagroso, que deslumbrara en los momentos más decisivos. Cuando los españoles nos veíamos otra vez eliminados en cuartos de final, Casillas paró todos los penaltis que se pueden parar. El ángel que llevaba dentro se apareció de nuevo para despiporre de los incrédulos que se contaban casi por habitantes de la piel de toro.

Y cuando el remate de Robben golpeó en su pie, uno ya no sabía qué pensar, si aquello era la bota de Dios o del diablo, pues el cupo de los milagros parecía haber terminado. Magia blanca o negra, a Casillas le duraba el embrujo, aunque el panorama en el Real Madrid ya se estaba oscureciendo.

Los roces de Mourinho y aquel pacto con Xavi que parte de la afición no le perdonó determinaron su ocaso, un descenso lento pero implacable. Porque entonces, se empezaron a poner de relieve sus carencias en lugar de remarcar sus grandes paradas. Se le empezó a ver como un ser humano, como un portero más. Y quizás él mismo comenzó a pensar que, a fin de cuentas, uno era como le veían los demás, de carne y hueso.

Extraviado el ángel, Casillas sólo era un gran portero, como tal sustituible, y la volubilidad manifiesta de nuestra especie hizo el resto. Como Butragueño, como Míchel y como Raúl terminó su carrera fuera del club que le encumbró, tan lejos y tan cerca que las noticias de su periplo luso llegaban de continuo.

Y ahora se va para siempre. Cuando un deportista de su relieve se retira siempre nos invade la nostalgia, porque pone de relieve nuestra vulnerabilidad, nuestra finitud. Nadie vive para siempre, aunque lo merezca por hacernos tan felices. Nadie vive para siempre, ni siquiera los magos, los santos y los héroes. Ni siquiera Iker Casillas.