El fútbol de estos días se mueve en los despachos y en los medios tanto o más que en el césped. Cada uno juega sus bazas para intentar dominar la comunicación y convencer a la parroquia de que sus decisiones fueron las correctas. Esto ha ocurrido siempre, pero nunca de forma tan descarada, hasta el punto de dar la impresión de que los presidentes y entrenadores, como los políticos, tienen un gabinete encargado de dictarles los mensajes.
Entonces, como ahora en el fútbol, los mensajes se tornan oscuros y quebradizos, por no decir fantásticos, al convertir la realidad en una opinión que no resiste el análisis, condenada a incrementar el número de escépticos.
A estas alturas de la temporada el VAR resulta un invento fallido, una chapuza intolerable, un despropósito por el que alguien debería dar explicaciones y asumir sus consecuencias. Un instrumento que se usa en muchos deportes con aceptación unánime en todo el mundo, falla más que una escopeta de feria y pone de manifiesto el rechazo del fútbol al progreso bajo el que late la pulsión de sus dirigentes de querer seguir mangoneando todo lo que puedan.
No se explica de otra forma su lentitud y su ineptitud, la laxitud de unas normas que se pueden interpretar a gusto del juzgador, y que siga presente el corporativismo de los que están arriba con el que arbitra en el verde.
Hasta los que siempre propugnamos su introducción, en vista del éxito que tiene en el fútbol americano, en el rugby, en el baloncesto, en el tenis, en el atletismo y en muchos deportes más, estamos hartos de un sistema que naufraga jornada tras jornada, con decisiones insólitas y parones que convierten algunas fases de los partidos en un tostón supino.
Peor no se podría hacer ni queriéndolo, así que a uno no le queda más remedio que pensar que, en efecto, así es, bien sea por el afán de seguir con el pasteleo o porque quieren despojarse de las máquinas y volver al sistema antiguo. Al menos, este pensamiento ofrece consuelo ante tanto disparate.
No menos disparatadas fueron las declaraciones de Setién al final del partido contra la Real Sociedad. Tras jugar un partido mediocre ganado con un penalti dudoso – ¡otra vez el VAR! -, se mostró muy satisfecho con su equipo y elogió al rival de forma desmedida. Casi habló más de los donostiarras que del Barcelona en su afán de engrandecer a un oponente que diera valor al partido anodino de su equipo.
Según sus satisfechas palabras, crearon seis, siete u ocho ocasiones. Que a lo mejor fueron tres, cuatro o cinco, en vista de su indefinición y de que no sabía el número exacto. De no haber conocido a su contrario, uno pensaría que había jugado contra el Liverpool o el Bayern de Múnich.
Por el mismo camino se desliza Zidane que volvió a incidir en la previa contra el Real Betis en que «los demás no son tontos», una excusa fuera de lugar cuando diriges al Real Madrid. Sobre todo, si tu rival es -en estos momentos y con todos los respetos para los históricos béticos- un equipo menor. Lo dijo el sábado y lo recuerda con cierta frecuencia últimamente. Esto es lo que suena mal y lo que revela inseguridad en su equipo: cuando tienes la necesidad de ensalzar al rival para justificar lo que vendrá.
Ya sabemos que no todos son cojos. No hace falta que nos asuste cada tiempo recordándolo, porque cada vez que lo señala está poniendo de relieve la debilidad de su Madrid. Nuestro Madrid.