Ese día, 14 de marzo de 1989, este humilde escribidor estaba sentado en primera fila al lado de los técnicos madridistas. La exhibición fue portentosa ante el Snaidero Caserta en la final de la Recopa, pero se convirtió en sublime en los últimos minutos de la prórroga, por lo demás, lo habitual en el croata. No recuerdo haberle visto fallar en un final igualado en todo el año que estuvo entre nosotros. Y como decía Clifford Luyk al final del encuentro, «no es que haya metido sesenta y dos, ¡es que los ha metido en una final europea!».
Su figura se fue agigantando en el frenesí anotador en que devino el encuentro. Desde el primer minuto, todas las muñecas acreditadas que había sobre la cancha entraron en fase de ignición: el célebre Óscar Bezerra Schmidt, el base Gentile, nuestro escolta Biriukov y el norteamericano Johnny Rogers, que encestó sus primeros seis lanzamientos, pero que se tuvo que ir al banquillo castigado por las personales en su defensa a Mão Santa Óscar. Y, por supuesto, Petrovic.
Unas semanas de jugar con él bastaban para darse cuenta de que había días que se sentía infalible. De forma que nuestro juego fue basculando en busca de su genio. En esta faceta resultaría primordial Biriukov, que, también en día dulce atrajo muchas veces a la defensa para regalar la canasta -y la leyenda- a Petrovic. Y, en último término, todos imitamos a Chechu, pues también la querencia de Drazen por el balón era tan poderosa que resultaba más efectivo dársela por las buenas que por las malas.
El perjudicado por esta deriva táctica fue Fernando Martín, un tanto desesperado por correr el contraataque y luchar por la posición de pívot en vano. Con el paso del partido se fue poniendo de manifiesto su contrariedad, y al terminar lo expresó en declaraciones a la prensa que abrió una grieta en el equipo y llevó su trabajo cerrar, si es que se cerró del todo o si es que se abrió aquel día.
Lo cierto es que al principio de la segunda parte Fernando estuvo desacertado y Petrovic tiró por la calle de en medio, por la que le marcaba su instinto. Aunque para contarlo todo, lo que Drazen sostuvo en ataque estuvo a punto de perderlo en defensa. Su par, Gentile, anotó treinta y dos puntos con tres triples consecutivos rozando el minuto cuarenta, y sólo una personal de Biriukov le frenó en el último segundo.
En la prórroga, Fernando Martín resurgió con dos canastas consecutivas, cuyos pases previos partieron de las mismas manos que escriben estas líneas. Ya habíamos compartido muchas batallas y sabíamos sin mirarnos dónde iba uno y dónde terminaría el otro. Además, Fernando capturó diez rebotes, una tarea en la que tuvo la inestimable ayuda de Fernando Romay.
Lo mejor del recital de Petrovic llegó al final. Con la inspiración de los elegidos cerró su sinfonía con determinación, con la fuerza del que sabe que no fallará. Solo ante el peligro y como el llanero solitario -por decisión propia- se adueñó del balón y del partido con dos canastas deslumbrantes, que nos dejaron con la boca abierta y la Copa en el bolsillo. Eso sí, ni en la última jugada fue capaz de pasarme el balón cuando estaba más solo que la una. Genio y figura, con él se rompió un molde que no llegó a encajar en el nuestro, el del Real Madrid, porque su mirada estaba fija en la NBA.
* Esta columna se escribe tras la reposición en Teledeporte del Real Madrid 117-113 Snaidero Caserta de la final de la Recopa de Europa de 1989.