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Walter Szczerbiak (2ª parte)


“Nada más llegar me di cuenta de la grandeza del Madrid”

Su historia fue la de un gran deportista que no pudo cumplir su sueño. Walter estuvo muy cerca de obtener un contrato largo y garantizado en el baloncesto profesional norteamericano, pero quién sabe por qué no lo logró. Tenía unas grandes condiciones para este deporte, en especial una proverbial mentalidad para jugar en equipo. Era alto (1,98 cm), fuerte y con unas manos enormes. No saltaba demasiado, aunque sí lo suficiente para matar el balón con una mano en lo alto. “Es lo que hace Julius Erving todas las noches”, explicó a los sorprendidos periodistas españoles cuando lo hizo en el Pabellón de la Ciudad Deportiva. Había aprendido algún truco, como le gusta decir, de los mejores jugadores del mundo para jugar cerca de la canasta. Y era una metralleta infalible desde un poco más de seis metros, la larga distancia en aquellos años en los que no existía la línea de tres puntos. Walter no consiguió su sueño y se le nota cuando habla: tiene esa oculta y lejana decepción de lo que pudo ser y no fue, que los deportistas no podemos enterrar. Sin embargo, también se le nota, se le iluminan el semblante y la voz cuando habla de su experiencia en España y se declara “muy afortunado por haber jugado con el Real Madrid y de haber tenido la carrera que tuve con tantos amigos”. Esa fue la intuición que le asaltó cuando llegó a Madrid y que la realidad cumplió con creces.

También empezó a jugar haciendo amigos, aunque su llegada a Estados Unidos procede de una realidad trágica. Nació en un campo de refugiados en Hamburgo, donde su familia, de origen ucranio, decidió llamarlo Wolodymir. Huyendo de los horrores de la guerra mundial y sus consecuencias, emigraron a Estados Unidos, donde ya como Walter ingresó en el seminario. Para integrarse con sus compañeros, afirmó ser un buen jugador, si bien sólo conocía algunos de los rudimentos del juego. Pronto, la vocación por el baloncesto se impuso a la religiosa y nuestro protagonista no tardaría en ser una leyenda de Los Colonos de la Universidad de George Washington.

Walter es una persona sentimental, de apegos y principios. Me cuenta que se sintió muy orgulloso de que su paso al profesionalismo sucediera en los Cóndores de Pittsburg, el equipo de la ciudad donde creció y vivió con su madre. Jugaban a diez minutos de donde vivían: eso es jugar en casa. Le habría gustado mucho que el equipo, integrado en la ABA- la liga creada para desbancar a la NBA-, enraizara en la ciudad, pero el hecho fue que nunca voló demasiado alto y despareció cuando Walter tenía otro año más de contrato. En el draft de dispersión (estas medidas tan particulares de los deportes profesionales en EE.UU) sus derechos recalan en la franquicia de Kentucky, que desestima sus servicios, puesto que cuentan con un jugador de mayor reputación, que no de mejor juego. Bill (no Wilt) Chamberlain, también conocido de la afición madridista, fue uno de los componentes de la legendaria plantilla de la Universidad de Carolina del Norte que nos visitó en 1971, como muy bien saben los lectores de La Galerna. Es otra gran decepción para Walter, porque su actuación durante la pretemporada fue notablemente mejor que la del elegido. Algo parecido ya le ocurre en el verano anterior, con el equipo de la NBA de Phoenix. cuando llega a anotar 47 puntos en un partido de pretemporada. Tan fuerte se siente de su situación que se casa con Marilyn, “creyendo que ya tenía el dinero en el bolsillo”, confiesa. Se queda tan desilusionado que se plantea ser profesor, ya que tiene experiencia en el desempeño. Pero no ceja en su empeño.

1973. El verano en el que llega al Madrid, Walter acaba de jugar la Eastern League con los Barones el equipo de la ciudad de Wilkes-Barre, PensilvaniaEs una liga de fines de semana, como las que se juegan por aquí, alternando el campo propio con el juego a domicilio. Desde donde vive, tiene que conducir tres horas y media, pero no le importa. Es su pasión y la forma de que los ojeadores de las ligas profesionales no le pierdan de vista. No hay que salirse de la escena, pues muchos son los llamados, pero pocos los elegidos. Completa tan buena temporada, segundo en anotación y campeones, que los Buffalo Braves -que no tardarían en convertirse en los Clippers- le ofrecen una prueba, en la que Walter convence “al legendario entrenador Jack Ramsay”, señala orgulloso. Por fin, tiene una oferta de un año garantizado. No hay que pasar por alto que la estrella de la franquicia, novato del año esa temporada y máximo anotador durante las tres siguientes de la NBA, es Bob McAdoo, la figura indiscutible de la Carolina del Norte que asombraría en el citado Torneo de Navidad. Otra vez Madrid. La rueda de la vida le va dejando pistas acerca de los vaivenes del destino, aunque todavía ni siquiera puede intuir el giro extraordinario de los acontecimientos. Walter sabe lo que quiere, un año más de contrato, pero no tiene ni idea de lo que viene, el Real Madrid, tan cerca de entrar en su vida

El círculo español se estrecha. El desenlace está en manos de un entrenador muy ligado a nuestro baloncesto, Lou Carnesseca, y del joven corresponsal del diario Informaciones, Víctor de la Serna, vinculado a la causa madridista. En la cancha de la Universidad católica de St. John´s se están reuniendo alguno de los mejores jugadores del país: Rick Barry, Julius Erving y…Walter Szczerbiak. El Madrid anda a la caza de alguien que pueda llenar el vacío que dejó Emiliano y uno de los entrenadores más reconocidos de la meca del baloncesto recomienda al cañonero de Pittsburgh, que vuela a la capital sólo para conocer mundo. Sin embargo, el flechazo no tarda en producirse. “Apenas llegar me di cuenta de la grandeza del club y de que formaba parte de la esencia del país”. Y Ferrándiz, que podría ser cualquier otra cosa menos lento, le ofrece cinco años de contrato sólo con verle jugar un partido y entrenar unos días. De repente, casi en un santiamén, las dos partes encuentran lo que buscan. El club, un anotador compulsivo, y el baloncestista, un contrato sustancioso. Quedan algunos flecos, pero Walter está a punto de entrar en la Historia del Madrid. Un servidor ya se ha quitado el sombrero.