El deporte profesional no tiene memoria ni piedad. Convierte la felicidad en desdicha en un santiamén. Sonrisas y lágrimas -como solía decir Andrés Montes- que se reparten sin un orden establecido. De repente, un equipo que maravilla se queda sin título europeo sub21. Mucho más cruel, apenas empezado el Tour de Francia, Ion Izaguirre y Alejandro Valverde compartieron destino: el Hospital Universitario de Düsseldorf. Pared con pared en la sala de urgencias, pudieron cambiar impresiones durante la noche. Ilusiones destrozadas, fracturas graves y operaciones, con la incertidumbre de su futuro como telón de fondo.
Pero así es este negociado, en el que nunca sabes cuándo pasas de protagonista a subalterno y de profesional a jubilado. El rendimiento en el deporte de competición es una ecuación en la que influyen innumerables parámetros, algunos de los cuales, por ejemplo los emocionales, son imposibles de evaluar. Es inútil pronosticar la delgada línea de la decadencia. Hay deportistas de longevidad extrema que se van apagando poco a poco; hay otros a los que de forma brusca se les extingue la luz del cerebro y la energía del cuerpo.
Juan Carlos Navarro ha sido uno de los jugadores más brillantes del baloncesto europeo, a la altura de muy pocos elegidos. Dotado de una puntería terrorífica y de una imaginación inagotable, a Navarro siempre le pirraron los retos. Cuanto más potente el rival o más comprometida la situación, más mortífero se volvía su juego y más sorpresas sacaba de su chistera. Y todo ello con menos cualidades físicas que los Kikanovic, Petrovic o Spanoulis.
Al lado de los grandes de todos los tiempos, La Bomba es un tipo delgado que deslumbró gracias a su intuición y su rapidez escurridiza de lagartija. Anticipándose siempre a los rivales, cuando las defensas iban, Navarro ya no estaba. Y cuando saltaban a taponarle, las sobrevolaba con sus bombas. Tal era su capacidad que teniendo en la selección al Pau Gasol de los anillos de la NBA sus compañeros preferían dar el último balón a Navarro.
Pero el tiempo no pasa gratis para nadie. Su ligereza se tornó en fragilidad y las lesiones limaron la amplitud de sus desplazamientos. Ya no era el jugador que sorprendía, liviano pero de zancada ágil, que siempre encontraba una grieta para resolver cualquier situación. Desde hace unas temporadas la cantidad de minutos y de esfuerzos han pasado factura a un cuerpo que, visto lo visto, no estaba preparado para esta carrera de fondo.
En los últimos tiempos, Navarro ha recordado en muy pocas ocasiones al jugador que fue. No porque haya perdido la magia, que todavía le sobra, sino porque los continuos parones le han impedido mantener el estado físico que exige el baloncesto moderno. Sin embargo, no quiere retirarse. Y los entrenadores han puesto el asunto en el centro del tablero. Bartzokas con sus declaraciones (“Cuando un jugador que va para los 38 años no quiere retirarse, el entrenador tiene un problema”) y Scariolo al convocarle para la disputa del próximo Eurobasket.