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Paco Gento, quizás el mejor extremo izquierda de la historia


Hasta que su dedicación comenzó a despuntar, Paco pasó sus años corriendo detrás de un balón y delante de su padre. Tan dentro tenía el veneno, que no perdía ocasión de escaparse de la escuela o de eludir las tareas familiares obligadas para jugar al fútbol. Su padre Antonio fue chófer y mecánico desde muy joven y en el tiempo que narramos su sueldo derivaba de conducir un camión, mientras sus ratos libres los dedicaba a jugar al fútbol en la Cultural de Guarnizo. Y como no era extraño en Cantabria, la familia tenía una granja con vacas, gallinas, conejos y algún que otro cerdo y una huerta con los productos propios de la zona. El trabajo era mucho y las manos contadas, así que las correrías futboleras tuvieron, al principio, mala prensa familiar, pues nadie podía imaginar que fuera a ser lo que luego fue. Eran los años de la posguerra, los más difíciles para una España que balbuceaba su reconstrucción.

Pero Paco no tardaría en dar la vuelta a la tortilla (con la misma maestría que cocina la de patatas) y sus correrías terminarían por ser carreras veloces por la banda, una virtud heredada de la madre, Prudencia, que cuentan las crónicas del lugar que hasta ganaba a los chicos. Claro que, entonces las mujeres no hacían deporte, así que perdimos una gran atleta y ganamos uno de los mejores futbolistas que ha dado este país, asombro de Garrincha y Eusebio, y admirado por cuantos aficionados le vieron jugar.

 

Gento en el Unión Astillero

Paco Gento y su hermano en el Unión Club de Astillero

 

Disculpen que me haya saltado unos años por la emoción propia de escribir estas líneas, porque en medio, todavía hay mucha historia. Tan pronto comenzó a despuntar en el Union Club de Astillero, su hermana María Antonia, poco mayor que él, se convirtió en su primera seguidora fanática, que viajaba de pueblo en pueblo en tren o en autocar para apoyar a su hermano. No se perdía ni un partido en vivo, como luego no se perdió ninguno televisado, cuando ya vivíamos en Valladolid, donde nacimos los Llorente Gento que continuarían la estirpe. Y este humilde escribidor, aún con cinco años, era el encargado de recorrer unas manzanas en busca del Marca de los lunes que leía con detenimiento y luego comentaba conmigo, que la escuchaba atentamente como si yo fuera un experto en la materia.

En seguida, los ojeadores del Rácing de Santander le echaron el ojo, pues su potencia corría ya de boca en boca por toda la provincia. Y casi en un suspiro estaba viviendo en Madrid, en la pensión de Doña María, sita en la calle general Sanjurjo, la actual José Abascal. Desde allí caminaba hasta el estadio, bajando la calle hasta su convergencia con el hoy paseo de la Castellana, donde la mano de la estatua ecuestre del general apuntaba hacia Cibeles y Paco sabía que su sentido era el contrario. Hacia el fabuloso coliseo recién levantado, gracias a la visión y el tesón de Bernabéu y el dinero de los socios.

Cultural de Guarnizo

Fueron comienzos difíciles, acostumbrado a la libertad del verde cántabro y nada habituado a una gran ciudad como Madrid, poblada de personas, coches y asfalto. Tampoco la adaptación fue fácil, pues nadie parecía entender su ímpetu, y, en ocasiones, ni él mismo podía dominarlo. Y en eso llegó don Alfredo, que opinó en su favor, “déjenle ustedes jugar que, cuanto menos, cansa a los defensas y, además, es el que más fuerte le pega al balón”. Así fue, y el resto ya es historia que conocen ustedes tan bien, o mejor, que yo.

Hoy cumple ochenta y siete años, feliz por estar vivo y siguiendo cada paso que da su querido Real Madrid. Sigue hablando poco, pero diciendo mucho, y observando cómo cambia el mundo con los ojos del chaval que llegó del Norte sin saber adonde venía, pero con la ilusión desbordante y unas condiciones físicas y mentales soberbias que le convirtieron en un extremo sublime. Paco Gento, quizás el mejor extremo izquierda de la historia.