El atleta de 400 metros Óscar Husillos, víctima de un maldito centímetro que le privó del cetro mundial de la distancia, se convirtió en un personaje este fin de semana. Una interpretación del reglamento con lupa transformó su júbilo de persona más feliz del mundo en el llanto de un niño inconsolable. Muchas horas de esfuerzo, una marca estratosférica y una sustanciosa recompensa económica -en una disciplina en el que la mayoría solo disfrutan de becas- se fueron al traste por un pie apoyado fuera de lugar.
El atletismo es un deporte individual en el que los atletas entrenan en grupos y corren -en muchas ocasiones- representando a clubs y países. Por eso, mientras nuestro velocista rumiaba su infortunio en su habitación, el capitán de la selección española, Ángel David Rodríguez, ejercía como tal y citaba al insomne Husillos para tomar una cerveza y que desahogara las penas. La terapia de grupo, que tan bien conocemos los deportistas de equipo, se puso en marcha en el atletismo para que la noche no fuera interminable. Allí con sus compañeros, reconoció con serenidad asombrosa y triste que su expulsión era justa y que habían descalificado a diez como él: “yo no voy a ser menos que los demás. Así es el atletismo: un deporte individual en el que hay que asumir los fallos propios”.
Al día siguiente, con el rostro señalado por el dolor de una vigilia cruel, Óscar apareció ante las cámaras de televisión española para explicar sus sensaciones. Muchas horas de entrenamientos y pruebas angustiosos, de semanas con dolores por todo el cuerpo, de más de un decenio de trabajo sin recompensa, se marcaban en el rictus de nuestro protagonista. Serio, pasando el trance, casi superado ya -aunque seguro que la tristeza se le mezclará con el orgullo de forma inevitable en los días venideros-, nuestro héroe también supo, menos de veinticuatro horas después, esbozar alguna sonrisa franca y lanzar un mensaje de optimismo imbatible: “esto va a servir para motivarme. Al menos, ya sé de lo que soy capaz.”
Sin quererlo, Óscar nos dio ante las cámaras una magnífica lección de cómo afrontar las decepciones. Habían dejado de ser suyas la consideración de ser el mejor del mundo en su especialidad -ahí es nada-; una marca prodigiosa que dignificaría toda una carrera profesional (récord de Europa, de los campeonatos mundiales bajo techo y quinta mejor marca de todos los tiempos), y, sólo de entrada, 40.000 dólares de premio por ser campeón mundial y 65.000 que le hubiera pagado Adidas. Y algo más, el recuerdo imborrable de subirse a lo alto del podio mientras escuchas el himno de tu país. Valeroso, maduro, nos contó que había llorado de forma incontrolada, pero que comenzaba a rehacerse. Sin citarlo, nos dijo que no tiene sentido prolongar los lutos porque lo sucedido no volverá. Siempre quedará una pequeña cicatriz que arderá cada vez que asalte el recuerdo, aunque también la sensación más cercana a la victoria: la de haber hecho todo lo que estaba en su mano para alcanzarla.
En definitiva, una actitud humilde, la de reconocerse uno más entre el resto y la de aceptar los errores, la derrota y sus consecuencias. Un ejemplo de coraje, el pasado no volverá para poder rehacerlo, pero el futuro le está esperando. Y la inteligencia para extraer valor al esfuerzo realizado aunque la recompensa se haya evaporado por el camino. “Ya sé de lo que soy capaz”.
También la Federación Española, que no nada en la abundancia en estos tiempos, más bien lo contrario, nos ha enseñado algo. Según declaró Raúl Chapado, el presidente, “se le concederá la beca de campeón mundial al atleta en consideración a su carrera, a su marca…” Una decisión acertada que premia el comportamiento por encima del resultado. No hay una gran diferencia económica con la beca que le correspondía, pero si la hay en el reconocimiento que los directivos le ofrecen: el de campeón del mundo.