Criado en la cantera de Valdebebas y querido como un ídolo propio, los aficionados blancos seguimos a Luka Doncic con el afecto que merece un cachorro amamantado por la loba madridista, la fábrica que ha alumbrado futbolistas geniales y baloncestistas insignes. En la era de las inteligencias, artificial o emocional, el esloveno deslumbra al mundo cada partido con una exhibición de inteligencia espacial.
Doncic se ha convertido en el sucesor de los legendarios Óscar Robertson y ‘Magic’ Johnson, capaz de ocupar con éxito todas las posiciones en la cancha durante un partido: fabrica triples-dobles como churros, tantos, que, en su segunda temporada y sólo con veintiún años y cinco días, se convirtió en el jugador que más veces lo ha logrado entre los Mavericks de Dallas.
Los citados pertenecen a una especie escasa, porque dominan los recursos del baloncesto y las áreas en las que se desarrolla con amplitud casi total. Son los jefes del encuentro, con los juegos de pies necesarios para desbordar a los bases de cara a la canasta y a quien se presente de espaldas al aro. Y Luka ejecuta las suertes con la elegancia fluida de Fred Astaire, que nos hacía creer que bailar está al alcance de cualquiera que se lo proponga.
Por si fuera poco, Doncic mide las distancias y los espacios con maestría. Se cuela por las rendijas que sus defensores dejan al descubierto, porque antes los burla con su repertorio de fintas o porque pasa por donde no creían que podría: por donde la defensa de un equipo se blinda con ayudas. A veces espera, retando a sus rivales, y a veces los ataca, sin miedo al tapón que nunca llega, pues Luka acelera y frena en un palmo de terreno dentro de la zona, y hasta choca con los grandes para hacerse sitio.
La misma inteligencia espacial le sirve para saber -hasta en mitad del fregado de una zona poblada por gigantes- dónde se encuentra cada uno de sus compañeros y a cuál de ellos debe pasarle para que juegue su mejor opción con ventaja. Tanto como anotar, su dominio reside en conseguir que el baloncesto sea un juego más fácil para sus compañeros. O sus compinches, cuando Doncic se divierte haciendo travesuras que comparte con sonrisas y cara de pícaro.
Tras esta aparente facilidad con la que algunos deportistas ejecutan su especialidad se esconden características físicas prodigiosas. Iniesta era rapidísimo, Federer es un atleta portentoso y Doncic oculta bajo las bermudas de baloncesto unas piernas fuertes como las columnas del Partenón, capaz de aguantar en pie las embestidas de veinticinco siglos.
En la sala de máquinas de todo este talento late una adaptabilidad fuera de lo común que los técnicos de la cantera madridista detectaron bien temprano. Desde su adolescencia Luka fue capaz de jugar con los mayores y rápidamente con los profesionales, como si la quema de etapas fulgurante le proporcionara la energía necesaria para saltarse los peldaños de su evolución.
Cuando llegó a la NBA tardó un suspiro en entender el tipo de juego, lo que busca el público y lo que quieren los medios y la propia organización. Luka baila, mide, anota o asiste y sonríe con esa cara aniñada de no haber roto un plato, mientras a los madridistas se nos cae la baba y cualquier hogar estadounidense lo quisiera tener como hijo, hermano, novio, yerno o amigo. La NBA ha encontrado un filón y la Historia del baloncesto un nuevo personaje.