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La Vuelta y Primoz Roglic, soberbios en su empeño


Cada uno en lo suyo, la organización y el ciclista cumplirán en Madrid lo que buscaban, tras dieciocho jornadas repletas de emoción y la incertidumbre causada por el otoño que avanza y la pandemia que condiciona nuestros días. A pesar de que su equipo no le sostuvo como se mereció, Richard Carapaz fue un rival encomiable que sólo se rindió cuando las montañas se terminaron. Y puso a su rival esloveno contra las cuerdas con el último y poderoso ataque en las rampas de La Covatilla, sin triunfo, pero con la gloria perenne del recuerdo.

El pulso entre ambos quedará como entre los mejores de la historia. Ciclistas que libraron sus batallas en nuestras carreteras y que hicieron de La Vuelta esa grande imprevisible por el desorden en el ímpetu de los locales. Y unas veces ganada con esa táctica tan hispana de las guerrillas (Perico Delgado en la sierra de Madrid y Contador en Fuente Dé), otras por estampidas legendarias como las de Bernard Hinault o Chris Froome, cuando un corredor anda más que un pelotón. Un final acorde con una Vuelta vibrante que hace honor a Merckx, Valverde y Nibali, por citar algunos entre los que han escrito páginas imborrables.

 

Sorprendente este Roglic, que transita toda la temporada a gran nivel, circunstancia inusual en estos días. No pudo refrendar su gran Tour en la última contrarreloj, pero a despecho del disgusto, se presentó como favorito, aun con las dudas que siempre generan una doble participación en grandes vueltas. Y, en efecto, las manifestó ante los ataques del Movistar, de Carapaz y, a última hora de Carthy. En Formigal, el Angliru y La Covatilla el ganador mostró cierta debilidad que compensó con los segundos de bonificación y su victoria en la única contrarreloj, la subida al Mirador de Ézaro, donde se enfrentó al fantasma de su derrota contra el crono en Francia.

Su equipo Jumbo le ayudó hasta el último día y la extenuación, un factor cada vez más determinante en el ciclismo moderno, cuya evolución apunta a diferencias mínimas en las grandes cumbres, líderes rodeados por compañeros que andan tanto o más que el jefe de filas y resoluciones en las contrarreloj y bonificaciones. Las carreras se controlan y las grandes escapadas son asunto del pasado, víctimas de los datos de los potenciómetros y de los apoyos científicos del que gozan los corredores.

Sin embargo, hace años que los helicópteros han venido a salvar a los espectadores del tedio intermitente. Brillantes documentales en directo, que en esta ocasión nos han mostrado el otoño multicolor de nuestro norte, los tejados empizarrados de sus pueblos y la furiosa costa cantábrica, mientras los ciclistas no cejaban en su ritmo frenético y en su intento de destacar, incluso de ganar una etapa los más afortunados.

Por lo demás, Javier Guillén y su equipo se han superado a sí mismos en las circunstancias más adversas con las que hayan tenido que lidiar. Siempre con las ideas claras, el diseño arriesgó con la inclusión de puertos y llegadas en alto desde el primer día. Ni siquiera la prohibición francesa de subir al Tourmalet supuso un revés, pues la alternativa de Formigal devino en una etapa fulgurante con un mano a mano entre Carapaz y Roglic, -Movistar mediante- que concluyó en el cambio del rojo a favor del ecuatoriano.

Pese a las condiciones ambientales y climáticas adversas, la carrera nos ha ofrecido un espectáculo admirable, jornadas de lucha sin importar la lluvia y el frío, alternancia en la posesión del jersey rojo y emoción hasta el último momento. ¿Qué más podríamos pedir en estos tiempos? Un ciclista español que luchara por la victoria. Enric Mas tiene la palabra.