La extraordinaria generación del 80 se está apagando para siempre. La ley de la vida es inapelable y la del deportista mucho más corta que la del resto de profesionales. Parece que fue ayer cuando la prensa los bautizó como los “juniors de oro”, cuando un huracán refrescó el aire del baloncesto nacional hasta su médula. El último en aparcar las botas ha sido Pau Gasol, el buque insignia que se acaba de incorporar al cuerpo técnico de los Portland Trail Blazers, el equipo de Fernando Martín. También nuestro admirado capitán está atravesando una campaña aciaga con una lesión tras otra. Nuestro admirado Felipe Reyes no termina de enlazar una serie de partidos notables casi desde el principio de temporada, el momento en el que manifestó un gran momento de forma.
También parece que fue ayer cuando Pablo Laso se hizo cargo de la plantilla madridista. Sin embargo, apenas quedan jugadores hoy en día del equipo que comenzó un mandato legendario que permanecerá en los anales del club. Además del mencionado, se está hablando mucho de una posible retirada de una de los personajes más representativos de esta hornada excepcional, el infalible Jaycée Carroll. El escolta ha sido un protagonista de estos años, el ejemplo del compañero perfecto, un tirador único en Europa por su extraña habilidad de anotar nada más ponerse en acción y de continuar su racha para liquidar los partidos.
Ambos, Felipe y Carroll se están acercando a su jubilación, aunque no seré yo quien dicte la sentencia de su inmediatez. Más bien al contrario, su cuerpo parece preparado para librar todavía más batallas, lo que no obsta para que el runrún de la retirada comience a circular por los foros de debate. Y ya que la retirada es tema de actualidad, disertaré en abstracto, sin señalar a nadie acerca de la oportunidad del momento más decepcionante, en la mayoría de las ocasiones, de la carrera de un deportista.
Lo primero que hay que observar es que cada caso es muy diferente, pero que, en general, es un trance muy angustioso para quien lo sufre, una bofetada a la juventud. El deporte significa continuar conectado con un sentido lúdico de la vida y con algunas de las emociones más básicas que surgen en la niñez. Por eso el verbo que suele acompañar al sustantivo es jugar. Además, la gran mayoría de los deportistas de alto nivel son vocacionales, ya que no habría otra fórmula de soportar los esfuerzos, privaciones y presiones (olvídense de la imagen del futbolista acomodado y millonario, por favor, y piensen en atletas, ciclistas, nadadores, tenistas y jugadores de baloncesto o de balompié que no cesan de entrenar, viajar y competir). La dedicación es tan plena que ocupa la mayor parte del tiempo (lo habitual es el entrenamiento doble a diario) del cuerpo y del cerebro, pues los aspirantes entregan su juventud a una pasión rebosante. Los que se quedan en el camino del estrellato o de la profesionalidad padecen una decepción descomunal y los que continúan en el camino aplazan esta sensación de incertidumbre y amargura unos años más.
Elegir el momento adecuado entraña enorme dificultad, ya que la tendencia habitual es confiar en uno mismo después de muchos años. Por si fuera poco, el veterano está bajo sospecha, de forma que una mala racha -aunque la decadencia no sea la causa- no la perdona nadie. Mientras que un jugador con veintitantos años se puede permitir una o dos temporadas regulares y continuar con ofertas, esta debilidad aparta al curtido de la vista de los ojeadores. En consecuencia, en la mayoría de los casos no es el deportista el que se retira, sino el deporte el que retira al deportista de forma inmisericorde.
El abismo se acerca, pues la vocación continúa, mas las circunstancias obligan a detener su ejercicio. Ya no viajarás nunca con los compañeros, unidos como una piña en pos de la victoria y hasta de un título. Ni la adrenalina circulará por el cuerpo caudalosa y a velocidad de vértigo. Esa sensación compartida de flotar cuando los hechos ocurren igual o mejor de cómo se planean se evapora para siempre, y frente al deportista que se retira se abre con frecuencia la indeterminación de un futuro imprevisible.
Como añadido a este pequeño calvario, la popularidad se evapora con una celeridad extraordinaria en comparación con lo que tardó en llegar y lo que duró. Se pasa de ser una persona tratada con deferencia a uno más entre la masa, y lo que es peor, de un perito a un novato. El comienzo de una nueva carrera entraña la dificultad de adentrarse en el mercado laboral a una edad en la que la mayoría lleva ya unos cuantos años en él, reforzada por la falta de formación en muchos casos. Si además se añaden cargas familiares el momento del adiós se presenta como una incógnita a la que no se acierta a atisbar su solución.
Existen retiradas gloriosas y penosas; aquéllos que tienen una vida placentera y otros cuya vida se convierte en un infierno, ya que su existencia dependía del deporte. La mayoría se acopla a unas circunstancias hostiles con unas cartas que cada cual juega con mayor o menor fortuna, en función de su previsión, su inteligencia, sus conocimientos y su suerte, que también cuenta. Pero la inmensa mayoría sentirá un desasosiego profundo, una herida en el costado que cicatrizará con la forma de un gusanillo que nunca cesará de implorar.