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Un relato sobre los orígenes del madridismo


Un servidor, como casi todo hijo de vecino, se va convirtiendo con el paso de los años en una persona más racional, si bien- con la experiencia de un olfato más afinado- uno se deja llevar de vez en cuando por impulsos que no cuadrarían con los planes que se había marcado. Este estímulo compensatorio es el que me ha conducido a sentarme frente al ordenador para escribir en La Galerna.

En realidad, soy amigo suyo desde antes de leerla. Venía recomendada y, por supuesto, no podía dar la espalda a un medio que honrase a Don Francisco. Asimismo, la unión del madridismo y la sintaxis me pareció una causa justa, un lema que defender con el que me sentía plenamente identificado. Sin embargo, apenas me senté a escribir acerca del asunto que me rondaba en la cabeza choqué con un aparente contrasentido. La apelación a la sintaxis tiene que ver con el respeto al orden gramatical y al buen gusto por la escritura presentes en los escritos de La Galerna, pero la palabra madridismo no aparece en el Diccionario de la Real Academia Española, la institución que desde hace siglos vela por la lengua española.

Ni siquiera recoge la RAE el término madridista, lo que sí hacen otros diccionarios como el Oxford o El País. Pero ninguno se atreve con madridismo, quizá porque es muy fácil reseñar Del Real Madrid Club de Fútbol o relacionado con esta entidad deportiva, pero se antoja una tarea inabordable lograr una definición de madridismo.

¿Se puede definir el madridismo? ¿Cuándo y por qué surge el término? Me temo que su orígenes, relativamente modernos, no dicen demasiado bueno de él, porque fue acuñado para ser manipulado. El cuarto poder, los aspirantes a la presidencia y los elegidos pasaron de aludir al Madrid y a los madridistas a citar al madridismo. De las personas a las ideas, de la cara y ojos de los aficionados a una definición amoldable a los intereses o a la dirección del viento. Una tendencia política que, a fuerza de contaminar ha terminado por dar forma a un cajón de sastre de amplio espectro, si se me permite el pleonasmo.

Así, de tanto confundir a la parroquia y como todos los credos emocionales, el madridismo ha derivado en interpretaciones muy variadas que han llegado incluso a enfrentar en su pasión a  diferentes facciones. Hace cuatro temporadas decidí ausentare del Bernabéu por un tiempo cuando el anuncio por los altavoces del estadio de Casillas como portero titular en los minutos previos de un Madrid-Barça derivó en el enfrentamiento físico de dos presuntos madridistas. Quienes estábamos a su alrededor tuvimos que intervenir para separarlos. ¡Y ni siquiera había comenzado el partido!

Por fortuna, en el otro lado, gente de buena fe y con cierto grado de racionalidad, intenta conducir el término por un camino más civilizado: el de la palabra. En La Galerna predominan las opiniones templadas, los pensamientos fundamentados e incluso se advierte el debate entre el timón de la nave y sus tripulantes. Sin embargo, disculpen el atrevimiento, algunos de los comentarios que se publican me parecen exagerados. La disputa dialéctica se ha convertido en un ejercicio saludable para quienes lo practican y divertido para los lectores y escuchantes, pero, créanme, su incidencia en los protagonistas es nula-hablo de los jugadores, lo de los árbitros es harina de otro costal- y el parecido con la realidad escaso. Es más, nos sorprendíamos  y se sorprenden de las conclusiones, historias, cuentos, verdades a medias y mentiras rotundas que se afirmaban, escribían y escriben alrededor de lo que sucedía en nuestro pequeño mundo.  Como les pasaba a The Beatles, (e imito así a alguno de los brillantes escribidores del lugar, que con frecuencia buscan en la música un hilo argumental), que se asombraban de las enrevesadas interpretaciones que los sesudos exégetas del pop hacían de sus letras.

Ello no quiere decir que las opiniones y –en este caso las de La Galerna-_sean irrelevantes, al contrario. El relato lo protagonizan unas personas y lo elevan otras. Y entre los contadores, algunos dignifican lo que ocurre, engrandecen a los personajes y contribuyen a fijar la leyenda de quienes protagonizan unos hechos capaces de conmover a millones de personas en todo el mundo. Por eso estoy escribiendo en estos momentos: para agradecer a Jesús Bengoechea que me haya invitado a formar parte de su tropa.

Y volviendo al asunto, las diferentes versiones del madridismo, de puro irracionales son lógicas, ya que la cuestión entronca con una de las características más esenciales del ser humano: somos una especie tribal. Por desgracia, vivimos un momento líquido de nuestra sociedad que, de tanto avasallarnos con la virtualidad, nos está privando de sustancialidades con las que conectarnos. Perdónenme si no me explico del todo, pero ando un poco nervioso con el debut. Quiero decir, que a falta de otros elementos con los que sentirnos identificados, el Madrid se erige en un primer plano extenso, poderoso, que, de forma progresiva va ocupando una parcela preferente en la vida de las personas.

Los tiempos cambian y las doctrinas han de acoplarse a los nuevos hábitos sociales, pero mucho me temo que los fundadores de la fe madridista se llevarían las manos a la cabeza por alguna actitudes y declaraciones que se aceptan-y hasta se aplauden- hoy en día. Está lejos de mi intención presumir de nada, sino solo dejar constancia de que tengo una cierta edad, la suficiente para haber conversado con Bernabéu en el estadio que lleva su nombre y haberme criado en la última camada de Raimundo Saporta.

No es que el club entonces fuera un ejército, pero las normas eran tajantes. Tampoco era habitual que nos desviásemos de las recomendaciones, primero, porque muchos procedíamos de la cantera donde las habíamos aprendido de nuestros maestros y antecesores; segundo, porque los que se integraban en el equipo viniendo de fuera conocían la responsabilidad que suponía, y tercero, porque el propio club centraba el fichaje en el carácter de jugador.

Así, el prototipo de equipos y jugadores que pasaron por el Madrid desde los años 50 hasta los 90 seguía el modelo instituido tanto por el orden sugerido por el club como por la impronta de muchos predecesores que se transmitía de generación en generación. Un sentimiento de pertenencia que se extendía en muchas direcciones, pero fundamentalmente hacia una institución-y sus seguidores-reconocida en todo el mundo y hacia un grupo de compañeros que primaban unos valores por encima de todo.

No es casualidad que el código que marcaba las pautas pueda desprenderse de la letra del primer himno del Madrid. Generosidad, honor, corazón, nobleza, discreción y respeto, en relación al club, a tus compañeros, al adversario,  y a tu deporte. Los problemas no se aireaban y el esfuerzo de cada día, la solidaridad entre todos más allá de lo deportivo y la lucha por la victoria en los partidos desde que los colegiados señalaban el comienzo eran las señas de identidad de unos equipos que, con independencia del éxito deportivo, honraban a su club y a sus aficionados de todo el mundo.

Puedo dar fe que esta forma de comportamiento era admirada y respetada. No solo en las altas esferas,-la habilidad de Saporta y el prestigio del Madrid consiguieron, por ejemplo, que nuestro equipo de baloncesto fuera la primera expedición que jugara en el hermético Moscú de la Unión Soviética-, sino que unas simples insignias eran capaces de aligerar pesados trámites burocráticos en los países del telón de acero. El Madrid estaba revestido de una reputación de la que no gozaba ningún otro club en el mundo. Y por eso, ya entrados los años 60, cuando España era un país inmerso en un régimen autoritario al que se miraba con recelo, muy lejos todavía de la Unión Europea, la reputación de nuestro club era extraordinaria, hasta el punto de que se convirtió en la imagen de la marca holandesa Philips en el continente, unas de las empresas punteras de su sector.

Salí del club hace 25 años, de una entidad que luchaba por mantener su esencia frente a las excentricidades de su presidente, mientras intentaba acompasarse al ritmo de los tiempos. Desde entonces la sociedad ha cambiado mucho, pero no tanto para que culpar a los compañeros en público, excusarse de forma continua por las derrotas, vocear las intimidades del vestuario, meter el dedo en el ojo al entrenador rival, considerar a las figuras por encima del grupo, engreírse por las victorias, mofarse del contrario o, para no extenderme en mi letanía, enzarzarse en discusiones agrias y hasta violentas por asuntos que en algún caso no deberían ni merecer atención y que cuando la merecieran deberían resolverse por otra vía, me sigan pareciendo actitudes que están lejos, lejísimos de los ideales e intenciones de los que imaginaron el madridismo y extendieron su prestigio más allá incluso del universo deportivo. Sobre todo, porque Bernabéu y Saporta, aún más pragmáticos que idealistas, entendieron muy pronto que atender a dichos comportamientos minaba la fuerza de la manada y distraían a sus miembros del principal objetivo, que-añado de mi cosecha-debería ser compartido por cualquier madridista que se precie con independencia de la fe que profese: ganar.