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El Madrid de Laso entra en la Historia


Con una actuación apabullante, a veces industrial, en ocasiones artesana o sublime, pero siempre demoledora, el Madrid contemporáneo se convirtió en un equipo de leyenda. Tras apechugar con una temporada revirada por rachas de mala suerte que más parecían conjuros y en la cuna de Obradovic, el Madrid de Laso, que tanto lo merecía, ya es miembro de un selecto club del club más selecto: ahora tiene nombre propio grabado con letras de oro y brillantes.

De esta forma se corrigió un desajuste en el palmarés de la Copa de Europa. Este equipo irrumpió en el panorama baloncestístico no solo para ganar sino para trascender. El objetivo de Laso a corto plazo no era la victoria, aunque en seguida llegaron, sino que el juego se convirtiese en lo que él tenía en la cabeza. El baloncesto vivía sumido en un pozo de partidos lentos y juego duro, en el que predominaba la táctica y el físico sobre el talento y la imaginación. Los hombres de Laso sorprendieron al baloncesto europeo con una concepción diametralmente opuesta: correr, pasar y tirar, una suerte de vuelta al pasado que los aficionados de todo el continente agradecieron en forma de aplausos y de llenos absolutos. Batieron muchos récords y ganaron títulos, pero se les atragantaba la final de la Euroliga. Después de ganar la de Madrid, la de Belgrado es el reconocimiento que necesitaba este equipo del que ya se hablará para siempre.

Desde ahora, su nombre aparecerá ligado al Madrid de Ferrándiz y al de Lolo Sainz, que en los años 60 y 70 conquistaron siete Copas de Europa, si nos permitimos contar la de la temporada 79-80 en Berlín, el último coletazo genial de un equipo que fue el santo y seña del baloncesto rápido e imaginativo de la época. Laso ya es parte del triunvirato que ha dictado los designios de la nave blanca. Y Llull, Felipe Reyes, Carroll y Rudy Fernández están al lado de Emiliano, Sevillano, Brabender, Luyk, Rullán, Corbalán, Cabrera y bastantes más que no citaré porque serían demasiados. Ya habrá más ocasiones.

Volviendo a la final, la primera parte fue igualada, pero ya se pudo adivinar el devenir del partido. El Fenerbahce solo con sus mejores hombres aguantaba el ritmo de machacona legión romana del Madrid. En cambio, los nuestros se intercambiaban sin que mermara el rendimiento en ninguna de las combinaciones de la apertura Laso. Los encuentros del Madrid se han convertido en una partida de ajedrez en la que su entrenador utiliza los dos primeros cuartos para minar los cimientos del rival, que termina por derrumbarse sin remisión. Los hombres de blanco colapsaron la creatividad del contrario obligando a Sloukas y a Diatome a pelear cada balón y en cada jugada como si de ella dependiera el partido. Uno tras otro, los defensores centraban sus esfuerzos en desgastarlos hasta que finalmente, el Fenerbahce se colapsó. Solo Melli fue capaz de encontrar vías de acceso a la canasta entre la malla madridista,  lógico por otra parte, porque en la estrategia de elegir tus víctimas siempre hay algún flanco que se descubre.

En medio de esta brillante disposición táctica, pudimos contemplar una aportación individual extraordinaria de cada uno de los peones blancos. Uno para todos y todos en lo mismo, la intensidad, la concentración, la generosidad y la humildad quedaron garantizadas por cada uno de los jugadores que pisó la cancha. Y en medio de esta colectividad exuberante, algunos hombres enmarcaron una actuación que recordarán toda su vida. Entre ellos, Fabien Causeur, oh là, là, Fabien!, que no solo fue el máximo anotador madridista, sino que amargó hasta ahogarlo a Sloukas, el timón de los turcos. Por cierto, que hay un cierto parecido, que comenté ayer en la grada con el gran Vicente Ramos –¿veis como los partidos son muy largos y siempre llega la oportunidad?- en la forma de entrar a canasta entre el francés y Emiliano Rodríguez, esas bandejas, hoy por desgracia en desuso, en las que el brazo se alarga interminable y los dedos acarician el balón para que caiga suavemente en el aro. También, por supuesto, Edy Tavares, que completó la mayor exhibición de amedrentamiento –intimidación, que dicen los expertos- que este humilde escribidor recuerde en una cancha. Y, por último, Thompkins, inteligente, fino, astuto, la mano que ejecutó al Fenerbahce al capturar el rebote de un tiro libre fallado por Causeur en esos momentos de tensión postrera.

El Madrid tuvo en su mano un final de partido plácido, pero los fallos propios y los errores desde la línea de personal trajeron nervios y cierta incertidumbre. Después de ciertos titubeos provocados por la tensión de concluir el enorme esfuerzo de meses con un triunfo memorable, el equipo se recompuso. Mis compañeros de viaje José Manuel Beirán y Vicente Paniagua, viaje amén del citado Ramos, pudimos respirar satisfechos por el resultado y orgullosos de nuestros sucesores. Los presagios se cumplieron. En la última Copa de Europa que ganamos fuera de España, en Berlín en 1980, el pabellón estaba abarrotado por los aficionados del Maccabi y literalmente vestido de amarillo, como ayer. Y cómo no, estábamos en Belgrado, la ciudad blanca. La Décima ya está aquí. No podía ser de otra forma.